sábado, 28 de mayo de 2016

De poetas y sus (besos) versos.

Me enamoré de su magia,
del brillo que sigue sin saber que tiene en las pupilas,
de la risa que hacía banda sonora de mi vida cuando me descolocaba mi caos.

Con él tenía tanto que sonreír,
que se me quedaba la mandíbula torcida
y la sonrisa sin gasolina a más de diez kilómetros carentes de salidas de emergencia.

Hace que el frío parezca agosto cuando éste osa a pasar por su lado,
y al fuego del mechero le quita la respiración.

Y él se queja porque no consigue encender el cigarro,
porque cada día nos deshumanizamos más,
porque esta noche tampoco tendrá a nadie a quien cantar en su cama.

Pero no es nada comparable con el mejor de sus trucos,
con mi favorito:
desafía a la gravedad con cada paso que marca,
y le da igual si Newton se queja.

Tiene escondidas en las manos un montón de caricias que podrían declarar la tercera guerra mundial,
pero de mente a vientre y nunca para crear desalmados.

Tiene un Adonis guardado en los ojos,
y sólo si los miras en cada vuelta de las manecillas de un reloj,
te crees que en verdad es él quien hace que el mundo tenga sentido,
y siga girando.

Y le derrumba la injusticia,
y las ganas de mejorar el mundo sólo para que él salga a bailar se me hacen tan grandes
que se me salen por la boca y me dejan en blanco.

Mueve mundos con tan sólo agarrarse a uno de mis muslos,
y su frente es el blanco perfecto de los mejores besos.

Cuenta chistes malos y tienes que reírte,
porque quién le negaría algo.

No logra entender que la vida me duele menos cuando le doy la mano,
que le siento casa cuando me descalzo los miedos y no dice que me apestan los pies.

Si le besas repetidamente las mejillas de la mejor forma que sabes,
se cree que a cambio quieres un beso en vez de pensar
que deberían
dárselos
toda
la
vida.

Y seguía sin creerme cuando le decía que,
a veces,
cuando la lluvia me calaba la ropa e inundaba mis páginas,
conocerle era lo único que me impedía querer ahogarme.



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